Galbraith y la Tecnostructura

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por Josue Daniel Cortez Saravia

 En la economía, como en muchas otras ciencias sociales y en la ciencia en general, surgen corrientes de pensamiento predominantes que buscan explicar la realidad desde la perspectiva de su campo del conocimiento o una combinación de ellas. Dichas corrientes pueden tornarse en dogmas incuestionables elevados a un grado casi religioso y, así, pierden su carácter científico. La formulación de  cuestionamientos se calificarán de anatemas y a los detractores se los tratará como parias o simplemente serán ignorados.

La escuela clásica en economía es un claro ejemplo de esto. La mayoría de los economistas estaban embelesados con lo poco que se había descubierto del funcionamiento de la economía y se olvidaron de seguir proponiendo, de seguir criticando y continuar aportando a la ciencia económica.

Cuando el mundo se enfrentaba a un periodo de un desempeño económico decreciente y hasta negativo, acompañado con elevadas tasas de desempleo e inflación en el siglo XX, desde la corriente clásica no existían respuestas a este fenómeno llamado estagnación. Sino, según el consejo del equivalente de los templarios para la escuela clásica, había que dejarlo al mercado para que se equilibre por sí mismo. Cualquier intromisión en este proceso litúrgico llevaría a resultados ineficientes y más desequilibrios. 

Es entonces que aparecen un puñado de, más que brillantes, valientes; que se atreven a poner en duda al mercado como el mejor asignador de recursos. Algunas de estas personas se preocupan de resolver los problemas del corto plazo, puesto que “en el largo plazo todos estamos muertos”.

Es así que nace una discusión académica para que la economía potencialmente se nutra del debate, se fortalezca con nuevas ideas y pueda explicar de mejor manera la realidad. Es en este contexto en el que John Kenneth Galbraith se forma como economista, trabaja y escribe su libro, El nuevo Estado industrial, hace más de medio siglo.

Galbraith es uno de esos disidentes de la teoría clásica (y también neoclásica) y utiliza, en palabras de Amartya Sen, una base informacional más amplia para analizar la economía y el rumbo que tomará la misma. En este sentido, no solamente se limita a hablar sobre el capital, trabajo y tecnología como insumos necesarios en la producción, sino su repercusión sobre la sociedad cuando se empieza a acumular capital en grandes cantidades y la repercusión que adquiere sobre la forma de producir.

Argumenta que las condiciones históricas han sido propicias para la acumulación de ahorros y que ello ha permitido otorgar créditos a una baja tasa de interés, fomentando a todo el aparato productivo en las potencias mundiales.

Fruto de ello, las empresas cada vez más grandes se han visto en la necesidad de optimizar todos sus procesos productivos para lograr el uso eficiente de recursos. La aplicación de la tecnología en la producción de bienes y servicios sería aprovechada e incentivada como nunca antes en la historia de la humanidad.

 

Para reducir la incertidumbre a la que se enfrentan todos los agentes económicos, las empresas han optado por diversificar los bienes y servicios que ofrecen. Claro que esta ampliación en la matriz productiva se da en bienes que utilicen la misma (o similar) tecnología y se produzcan aprovechando al máximo la infraestructura ya existente.  

Con empresas que se han complejizado a grados elevadísimos; teniendo diferentes ramas, distintos departamentos, numerosas subsidiarias, altísima integración y muchísimo personal especializado incorporado en cada una de esas áreas, el proceso de toma de decisiones dentro de una empresa necesaria y crecientemente responde a criterios técnicos.

Galbraith expone que en la empresa moderna, las decisiones son tomadas en “juntas” de los representantes de cada uno de estos departamentos. Estas reuniones de la directiva determina el rumbo que va a tomar la empresa y trata de todos los asuntos concernientes a la misma.

Esta simbiosis entre tecnología y planificación es bautizada como “tecnostructura”. Una nueva forma en la que las empresas van a diseñar, producir y trazar el rumbo que llevará sus productos al mercado.

Las implicancias directas de dicho sistema son la aplicación de tecnología en la producción y toma de decisiones, el personal capacitado para operar y desarrollar dicha tecnología y una creciente necesidad de capital para seguir con el sempiterno crecimiento de la empresa.  

Si bien en esas épocas existía una banca dispuesta a prestar los fondos necesarios para las empresas, la tecnostructura amplifica la forma de ser parte de la propiedad de la empresa y, en los hechos, crea una nueva forma en la que la empresa puede apalancarse: la emisión de millones de acciones dirigida a llegar a millones de accionistas.

La gigantesca venta de acciones sustituye a los préstamos bancarios para financiar el capital requerido. Con certeza, para los dueños del capital original, el costo de una acción es menor que un préstamo bancario, y para el gran público, representa una alternativa lucrativa para invertir su dinero.

Sin embargo, aquí surge un curioso fenómeno. Si bien la acción da una alícuota de la propiedad, además de un derecho de participación y decisión sobre la empresa; al existir ciento de miles o inclusive millones de personas que poseen una acción sobre la empresa, su poder sobre la misma se diluye hasta volverse nulo.

Y como se había mencionado antes, la toma de decisiones de la empresa responde a valoraciones técnicas. En la amplia mayoría de los casos, lo que determina la junta de técnicos especialistas es lo que efectivamente hace la empresa. Esto debería ser cierto aún en el contexto no tan frecuente de una empresa que posee un accionista mayoritario.

Esta característica de la tecnostructura otorga una cualidad única a las personas que operan dentro de este sistema: Aquel que posee el conocimiento (tecnología) es virtualmente quien tiene el poder sobre su fracción del proceso productivo (pero no tiene la propiedad de la gran corporación) y, basado en la teoría del capital humano, es recompensado monetariamente y con prestigio en conformidad a su posición. Pero, si deja de pertenecer a tan egregio grupo dentro del complejo proceso productivo, no es más que otro ciudadano común o simple consumidor.

Otro resultado que inexorablemente se deriva de este sistema, es que son las empresas quienes planifican la economía. No es el Estado ni mucho menos los consumidores (que han sido despojados de su soberanía); sino son estas gigantescas corporaciones que adoptan características monopólicas en sus distintos mercados.

Este hecho, que no había sido anticipado por muchos, nace de las mismas entrañas del capitalismo. De la acumulación de enormes cantidades de capital surge la necesidad de utilizarlo de la manera más eficientemente posible y para ello es menester planificar.

Pongamos todo esto en un ejemplo. Digamos que estamos unas décadas atrás en la ciudad de La Paz y existe un exitoso panadero que ofrece el mejor pan de todo Sopocachi. Según el panadero, la clave del éxito está en seguir la receta de la abuela al pie de la letra.

Su pan es tan famoso que los vecinos hacen cola temprano en la mañana para conseguirlo. Esto ha llamado la atención de la prensa y con un reportaje, el teléfono fijo del vecino no paraba de sonar con llamadas de dueños de tiendas de barrio que querían comprarle pan.

Esto lleva al panadero a expandir su producción de panes. Para ello, el panadero requiere comprar un par de hornos industriales y trabajadores que ayuden a amasar y hornear. Para pagar por esta expansión en la floreciente empresa, el panadero decide hacer socio a su compadre quien se haría dueño del 50% de la empresa y que además, se encargaría de la contabilidad.

El éxito es rotundo. Aún con la pequeña empresa operando a toda su capacidad, no se da abasto a todas las tiendas de barrio que quieren comprarle su pan. En adición, la hija del panadero que también se dedica al rubro, en su tiempo libre ha probado hacer queques de naranja y plátano. Los socios de la empresa deciden hornear unas cuantas decenas de queques para ver cómo se venden en el mercado y se sorprenden de las ventas del mismo.

En pocos meses, es necesario conseguir un lugar que sea exclusivo para hornear; la casa del panadero ya no da abasto. Además, la lejanía de los barrios a los que hay que llevar el pan requiere contratar a un transportista. Por la cantidad de capital con la que la empresa opera, las disposiciones legales exigen la creación de una razón social para tributar al Estado.

Para llevar la panadería a nivel nacional se requerirá la elaboración de todo un protocolo de producción. La famosa receta de la abuelita pasará por el escrutinio de un ingeniero químico (o un grupo de los mismos) para encontrar la forma de sustituir ingredientes por otros de menor precio o que le otorguen un mejor aspecto y/o sabor al pan. 

Con todo el personal que la panadería tiene en planilla se crea un departamento de recursos humanos. Para lanzar al mercado los nuevos inventos de la hija del panadero se tiene una división de marketing para la empresa.   

Es así que una empresa va creciendo y sus procesos productivos se van tecnificando y complejizando, requiriendo constantemente inyecciones de capital para operar y expandirse. Si la empresa continúa con este éxito y quiere exportar al resto del mundo sus productos, con certeza en algún punto del tiempo la empresa venderá acciones en el mercado bursátil. Y el proceso continúa sin parar, exactamente como lo describe Galbraith. Por cierto esto supone un entorno de una sociedad y una economía altamente capitalista .

No obstante, la visión que provee Galbraith sobre el funcionamiento de la empresa y de la economía en general, ofrece una oportunidad para países como Bolivia. Una economía precariamente capitalista, pero inserta en el capitalismo por vía del mercado. Inicial y actualmente comerciando en el mercado de materias primas, pero capaz de integrarse con otros productos incluso manufacturados.

Está clarísimo que se requiere personal altamente tecnificado para crear una tecnostructura. Por ello, la educación juega un rol fundamental. Pero no se habla de cualquier educación. Debe ser adecuada a lo que la naturaleza le dio al territorio boliviano, debe ser humanista y altamente tecnológica para vislumbrar el mundo con una visión cosmopolita que integre lo nacional y sus avances. Tiene que considerar las formas de insertarse a los mercados internacionales, particularmente a nichos de mercado de individuos de altos ingresos deseosos de probar lo exótico y extravagante de un país con múltiples productos con esas características.

Para asegurar el buen desempeño de las empresas estatales que operan en el país, se necesita tomar decisiones que respondan a criterios técnicos, que venga de un personal altamente especializado en su rubro. Esto quiere decir, que exista una independencia con las metas (normalmente de corto plazo) del gobierno de turno y que se controle la corrupción con elevados grados del uso de las tecnologías y el Internet.

En un ámbito más general, el papel que juega el Estado es crucial para crear una atmosfera amigable para que las empresas puedan operar y prosperar. Esto tiene repercusiones directas sobre la legislación, particularmente la referida a temas de inversión, laboral y tributaria vigente en el país.

El uso de tecnología puede permitir mejores resultados en materia ambiental. Si al sistema tecnostructurado (que aprovecha al máximo los recursos disponibles de una empresa) se le complementa con una legislación medioambiental que incentive el uso de tecnología amigable con el ecosistema; el resultado sobre el medio ambiente puede ser altamente positivo y generador de externalidades positivas que desaten círculos virtuosos.

En síntesis, si el Estado y las empresas juegan bien sus cartas, Bolivia puede ser mañana el primer exportador del mundo de chuño, almendras y sus derivados, tal vez baterias de litio, productos amazónicos, vallunos y altiplánicos manufacturados que cambien el rumbo del desarrollo de esta sociedad.