La ciencia ¿al servicio de quién?
La ciencia sirve a quien la usa. No está predestinada a lo santo o a lo diabólico, su fin depende de quien la utiliza. La ciencia es una búsqueda por entender lo que efectivamente existe en la realidad, no como quisiéramos que sea. Tampoco es una revelación que se muestra única y eterna. Es el conocimiento sistemáticamente ordenado de la realidad tal y como ésta se despliega en los hechos. Por cierto, no es un conocimiento completo de la misma porque ésta es inmensamente compleja y cambiante, por eso que el conocimiento será siempre perfectible.
Sirve a quien la utiliza, no viene con un sello en la frente que prescribe un uso determinado. Aunque, claramente, aquel quien tiene el poder puede utilizarla mejor en su provecho. En una época la filosofía, aquella enamorada de la sabiduría, se puso al servicio de la teología y su amor por el saber y conocer sirvió para respaldar dogmas y no real conocimiento. Fueron épocas oscuras que, en la historia humana, tienen el afán permanente de reencarnarse en nuevas posiciones de poder y dominación.
La psicología de Freud descubrió las reacciones de la mente a lo subliminal; una lectura del entorno que se graba en el subconsciente y que emerge en lo onírico o en determinadas conductas cotidianas. De aquí, tal descubrimiento tuvo aplicaciones clínicas para establecer patologías. Sin embargo, no tardó ese saber en utilizarse en la manipulación de las personas para inducirlas a comprar tal o cual producto. Gran éxito del uso comercial de la ciencia en favor de aumentar las ganancias empresariales.
La economía política ha hecho significativos avances en entender a los monopolios. Ya Adam Smith prevenía acerca de la motivación que los productores tienen para simplemente conversar y que ésa no sea otra que conspirar en contra del público. La colusión entre productores para establecer precios fue advertida para preservar la libre competencia. Hoy los monopolios se edifican por deliberado diseño y las prácticas de imponer precios y discriminar su aplicación se hace de acuerdo a los niveles de ingresos de grupos sociales a quienes se quiere capturar. Así, la libre competencia se da en los márgenes de las grandes economías y éstas no son, en consecuencia, más que el reino de las prácticas monopólicas.
Los precios, se proclama, se establecen en el mercado como el natural resultado de la libre oferta y la libre demanda. En realidad esta libertad de mercado es tan sólo la fachada de un uso particular de la ciencia económica. El precio de los productos electrónicos, por ejemplo, no se establecen como resultado de los costos marginales, tal y como se enseña en introducción a la economía o como resultado de la satisfacción adicional que el producto genera en el consumidor. El precio de una Tablet fabricada en la China es vendida en el mundo muy por encima de los bajos costos que tiene y sobre el encuadre o fijación que se ha logrado en la mente de los compradores de lo que se debe pagar por tal producto o, mejor dicho, de lo que se quiere extraer de sus bolsillos. La racionalidad del consumidor, es un mito. Dan Ariely, un economista del comportamiento, en sus diversos experimentos, demuestra que lo que prima en los consumidores es una irracionalidad predecible, la cual es útilmente empleada con técnicas denominadas “pricing”; todo un arte para definir precios sobre la base de las fuerzas ocultas que moldean las decisiones y las compulsiones por comprar del ser humano moderno.
Así, como en un tiempo la filosofía fue la amanuense de la teología, hoy ocurre que los empresarios han subordinado a las ciencias a su total servidumbre. Ciertamente, queda mucho campo para utilizar la ciencia en favor del crecimiento de toda la humanidad y liberarla de ese ominoso encadenamiento.