Libertad económica, racionalidad, méritos: Lobos en medio de ovejas

Toda idea tiene algo que muestra y algo que oculta. Depende de cuanto se quiere ocultar y cuanto se quiere mostrar. En una reciente opinión de Antonio Saravia publicada en Página Siete (8-7-2021) con el título “Equidad, diversidad e inclusión: Lobos disfrazados de ovejas” intenta descalificar estas ideas como “malas”. Para ello califica a la equidad como una “noción política de justicia” y afirma que la definición de la misma queda al arbitrio del gobierno, o del Estado, quien decide lo que es justo. La idea de equidad, entonces, es la justicia de acuerdo a los criterios políticos de un gobierno respecto a distribuir lo que otros “justamente” obtuvieron con su trabajo y por equidad se entrega este fruto a aquellos que no tienen el mérito de recibirlo.

La idea detrás  de su planteamiento (el lobo o la oveja, como se quiera calificar, aunque para Saravia es la oveja), es la propiedad privada y el derecho a la misma que debe ser respetado y defendido ante cualquier amenaza . En esta lógica, el máximo derecho en cualquier sociedad es el de propiedad, todo otro derecho está supeditado al mismo. Por cierto, en necesario salir en defensa de otros derechos que son equivalentes o mayores al de la propiedad. En sociedades pobres, el derecho a la vida, a la subsistencia, a la salud o la nutrición se ven seriamente amenazados por diferentes circunstancias no sólo de índole política sino desde condiciones que interrumpen la vida, niegan una alimentación suficiente, impiden el acceso a la educación. Todos merecen tener una alimentación y cuidados necesarios para alcanzar una vida longeva. Asimismo, todos tienen derecho a la propiedad de distintos tipos de bienes.

No todos, sin embargo, ejercen esos derechos en la sociedad que se vea, industrializada o no, rica o pobre. El mecanismo (lobo u oveja) que en la sociedad contemporánea define quien puede ejercerlos con mayor o menor fuerza, extensión o volumen, es el mercado. Por cierto, en los textos básicos de economía este es definido como el que asigna de manera óptima los recursos entre los que participan de ese mecanismo en las múltiples formas de su funcionamiento. Así, el mercado da a cada uno lo que se merece. El mercado es el supremo administrador de justicia. Es también el juez que define los fundamentos de la interrelación humana y permite calificar la búsqueda del propio interés como el fundamento de la racionalidad económica. Todos asisten al mercado y ahí cada uno obtiene lo que “en justicia” le corresponde. No interesa que tenga más o menos poder, más o menos recursos, más o menos salud, más o menos poder de negociación. Ante la justicia del mercado todos son iguales. Por cierto, es una maquinaria ciega, como la justicia, y no tienen que mirar si a uno le toca más que a otro. Su resultado es el más racional posible y también el que sanciona quien gana o pierde. Aunque una mala palabra para Saravia, este es un resultado que tiene atisbos de una particular forma de “equidad”.

Para Saravia, el mercado tiene que ser una ovejita desvalida frente al malo lobo del Estado que puede seducirla, negarle su existencia, intentar corregir sus excesos o modificar sus fallos. Por eso recalca que solo entra al cine el que puede pagar la entrada, algo lógico en apariencia si tan solo hablamos de un espectáculo. Si se trata de comer, o acceder a la salud o a la educación, o al auto respeto, ya no es un entretenimiento para el que hay que pagar una entrada, como corresponde, son actos vitales a quienes, el mercado y una serie de instituciones, les niegan la entrada. Ya no se trata, entonces, de perderse la última película, se trata de mercados monopolizados, amañados, restringidos, inestables que no llevan al equilibrio que prometen en los manuales repetitivos e ideologizados de economía. Sus consecuencias están preñadas de ausencia de equidad (que  no quiere decir expropiación) y disfrazadas de justicia y libertad económica.

En la perspectiva de Saravia, el que posee la suficiente habilidad, ingenio, genialidad está destinado a obtener lo que el mercado le da y será en abundancia. Los genios solo ganan lo que su trabajo les otorga. No necesitan de nada más ni de nadie. Son como predicadores en un desierto pródigo gracias a esas cualidades. El resto de los seres humanos se debe arreglar con la arena de ese desierto o con la compasión de esos genios. Así, la economía se vuelve genética. Los pobres, los desempleados, o las sociedades como la boliviana, no cuentan con los genes que eliminen esas miserias y, menos aún, con los méritos como para que la riqueza les fluya.