Del cuento de la competencia perfecta a la justicia social perfecta

 

El libre mercado existe pero no la competencia perfecta. A los estudiantes de economía les hacen creer que la competencia es el fundamento de toda economía y si se la deja actuar sin restricciones traerá el bienestar a toda la sociedad; sin distinción de clases, diferencias étnicas o convicciones políticas. Es un mecanismo maravilloso que solo exige que cada individuo sea guiado por la incesante búsqueda de su propio interés. Este comportamiento, se afirma con vehemencia y profunda convicción, es el que hace que todo individuo sea racional. Si por cualquier razón alguien compra algo que nunca usará no es por insensatez es tan solo por la satisfacción inmediata que sintió en ese preciso momento y eso es, simplemente, racional. Si colecciona cosas que nunca usa, en realidad tiene una colección de racionalidades que le dieron satisfacciones momentáneas. Y, por otra parte, sino compra nada porque no tiene el dinero para hacerlo ¿será porque racionalmente llegó donde se encuentra por la gran libertad de mercado que ejerció?

De aquí, se concluye, que hasta el más miserable ha llegado a su enciclopédica pobreza racionalmente. Los pobres se encuentran en su miseria porque en el mercado donde actúan han escogido, siempre racionalmente, lo que más les conviene para su “bienestar”. De esta manera, el mercado es el mecanismo de la justicia (o ajusticiamiento) que otorga a todos lo que merecen. Un mecanismo que premia y castiga, que hace exitosos y perdedores. No hay, en consecuencia, porque quejarse ni porque querer salvar al mundo. Así fue, así es y así siempre será, insisten los fundamentalistas del mercado. Hoy en día, al funcionamiento, a las explicaciones acerca de este mecanismo, tenaz, insensible e implacable se lo denomina “neoliberalismo”. El mercado parte del interés individual que cada uno busca maximizar sin considerar lo que otras personas buscan. No es necesario porque al convertirse en una búsqueda incesante de todos los miembros de una sociedad por la satisfacción individual se alcanza el equilibrio más óptimo del mercado. A este se lo denomina el Óptimo de Pareto. Nadie puede aumentar su bienestar en el óptimo así alcanzado sin hacer disminuir el bienestar de otro. Más aún, todos han alcanzado el bienestar que buscaban en su participación en el mercado que participan; de comprar o vender lo que producen, lo que intermedia en cualquier forma de comercio o en la venta de su fuerza de trabajo. Este es el dogmático razonamiento que predomina en la aplicación del razonamiento económico.

Que los estudiantes de economía se traguen todo este cuento es comprensible. Se repite en todas las materias centrales que componen los pensum universitarios de Bolivia y del mundo entero. Del mismo razonamiento emerge que la economía  del Estado equivale a una familia. La racionalidad del gasto de una familia radica en no gastar más de lo que los proveedores de la familia obtienen como remuneración. Igualmente, el Estado no debe excederse en sus gastos y debe mantener un equilibrio de estos con sus ingresos, los cuales provienen de impuestos. Entre estos se incluye a la inflación, la cual es, ciertamente un impuesto y es una de las diferencias entre una familia y el Estado. No hay familia que pueda causar inflación. Tampoco existe familia que puede emitir dinero, el Estado sí tiene esa facultad.

Dije que se entiende indulgentemente que los estudiantes de economía se traguen semejante cuento. Pero que los comunicadores sociales, aquellos individuos que deben ser los fiscalizadores de las conductas sociales, de las políticas del Estado, de los peligros que las sociedades enfrentan se lo traguen acríticamente es, simplemente, incomprensible. Y lo cierto es que no solo periodistas han sido entrampados en esa lógica perversa de estos dogmas casi religiosos. Porque ciencia no es. El oficialismo y la oposición también comulgan con las mismas letanías.

Una de estas letanías dice: “El Estado no tiene de dónde gastar y en su pobreza debe hacer que hasta los informales paguen impuestos porque es la única manera de rebajar el déficit fiscal”. Un déficit medido con una cifra mágica; 3% del PIB. En el mundo ningún economista ortodoxo no la explica, la aplica. El barco de la economía boliviana se hunde y hay que ayudar a que esto se acelere reduciendo el déficit fiscal. Hay que rescatar el equilibrio del mercado, se insiste desde filas dogmatizadas. Otras economías han tomado el camino que la emergencia del momento exige: aumentar el gasto fiscal con mayor déficit fiscal y esto significa que los bancos centrales impriman dinero.

Y de nuevo, los ortodoxos profetizan y pontifican que eso nos llevará a la inflación. No ven que los precios están en descenso, que los comercios se cierran, que las fábricas no venden lo que producen y deben poner en la calle a trabajadores. No se percatan que hay más vendedores ambulantes que apenas venden lo que sacan a vender y que aumentaron los pordioseros en las calles. Lo evidente muestra que hay capacidad ociosa y que no existen presiones inflacionarias.

El barco se hunde y el Estado puede, todavía, salvarlo. Pero los cuentos neoliberales son más poderosos que la realidad y son los que están guiando la política económica del gobierno.